Y caminando, aparentemente sin retorno nuestros hermanos de Venezuela sufren la ignominia de una gestiòn abrasadora, dictatorial y cruel de un hombre que creyèndose iluminado y salvador de los màs pobres ha sumergido a tan bello paìs, otrora, en un espacio de impotencia e impunidad de quienes la estàn destruyendo y canibalizando. Rogando que la mayorìa de escaños sea ocupado por las fuerzas opositoras en las elecciones de hoy domingo 26 , sòlo puedo pedirles leer LA ÙLTIMA TRAICIÒN A BOLÌVAR, publicado hoy en El Comercio y un archivo de la organizaciòn Human Rights Watch, sobre una dècada del gobierno de "Hugorila".
--------------------------------------------------------------------
El Comercio
VENEZUELA BAJO LA SOMBRA DE SU DICTADOR
La última traición a Bolívar
Por: Sergio Ocampo Madrid*
Domingo 26 de Setiembre del 2010
Volví a Caracas la semana pasada. Llevaba ocho años sin sentir esa ciudad, e iba con la expectativa enorme de cómo estaría tras casi doce años de un gobierno popular, de izquierda y con un ruidoso proyecto para refundar el país y redimir a los pobres, inspirado en Bolívar, por cierto. Quizá fue inconsciente; quizá no, pero llevé el libro de Bolívar de William Ospina. El texto está muy bien y Caracas muy regular. La ciudad hermosa y vibrante de hace una década se nota apaleada, empobrecida, vetusta en sus edificios públicos, asustada de salir de noche y cada vez más parecida a La Habana en la dejadez, pero sin la grandeza colonial y republicana de la capital de Cuba.
Me bastaron unas pocas horas y un episodio concreto para alcanzar una certeza de la que ya tenía muchos indicios en los últimos años: Hugo Chávez, con su llamada quinta república, está destruyendo sin dolor ni arrepentimiento todo lo que intentó construir Bolívar, con su primera república y su posterior sueño grancolombiano.
El jueves en la mañana me llamó la atención notar que casi hasta las 12 Telesur y Venevisión repitieron y volvieron a repetir las imágenes del presidente, trepado en un camión en alguna calle del Zulia en plena campaña para las elecciones parlamentarias del 26 de setiembre. Entonces, pensé que en Venezuela, en una de esas múltiples reformas que ha sufrido la Carta Magna, dejó de estar prohibido para el jefe del Estado hacer proselitismo. No era impensable, si se logró ponerle por decreto hace dos años un jefe inmediato al alcalde de Caracas, elegido popularmente, con lo cual quedó como un funcionario eunuco; o si se logró conseguir una fórmula precisa para ponderar de modo distinto los votos en los estados opositores, con lo cual un partido puede ganar en votos en el país pero quedar en minoría en el Congreso. En fin. La sorpresa vino horas más tarde con una declaración de uno de los magistrados del Consejo Nacional Electoral (CNE), Vicente Díaz, señalando a Chávez de estar violando la ley por su evidente parcialidad e intervención en política. Con la prueba de varios videos, demostró las numerosas declaraciones del presidente descalificando con insultos y acusaciones a la oposición, y su presencia en actos de candidatos oficialistas. A la media tarde se interrumpió la programación nacional y Chávez inició una de esas kilométricas intervenciones que dejan a los venezolanos sin televisión hasta por seis horas. “Ocupe su lugar que yo ocupo el mío”, le respondió a Díaz. “Yo soy un líder político y nadie puede quitarme el derecho [...] de que cuando termine un acto oficial me suba en un camión y haga una caravana”, dijo. Luego acusó al magistrado de falta de neutralidad y de ser un emisario de los ‘escuálidos’, apelativo con el cual descalifica a los miembros de la oposición. Finalmente, dejó en el aire que habrá acciones legales contra Díaz. Hubo aplausos generales de una concurrencia vestida de rojo.
Cayendo la noche, la presidenta del CNE, Tibisay Lucena, salió también en la TV para desautorizar a Díaz, y lo acusó de parcial y de estar asumiendo funciones que no le competen. El presidente estaba en su justo derecho de actuar lo actuado.
El episodio, inusual por la escasez de llamados de atención que recibe Chávez desde el propio Estado, desgranó en menos de diez horas muchos de los elementos que constituyen desde hace una década la ruinosa democracia venezolana.
El primero es el más prosaico y tal vez el menos grave. Se trata de la dialéctica del insulto y de la descalificación del otro, que se impuso como política de Estado. Uno de los pilares del juego democrático es el libre flujo de ideas y la garantía a todos de poder expresar y defender posiciones diversas. Mientras más fuerte es un Estado, más libre y abierto es ese derecho a deliberar y a disentir. De esa dinámica todos salen beneficiados, incluidos los bandos, que deben ir cualificando sus argumentos para derrotar inteligentemente al otro; el gran ganador, de todos modos, es el ciudadano, que adquiere mayor perspectiva y claridad sobre lo que ocurre y sobre los horizontes. En Venezuela, el concepto ciudadano, con toda la carga de derechos individuales que fueron armando las viejas democracias liberales, dejó de existir y el régimen desenterró del pasado el demagógico concepto de pueblo, con todo su lastre masificante y colectivista.
Zanjar cualquier debate por la raíz de descalificar y escarnecer al opositor es una estrategia eficiente en el juego político porque consigue un doble efecto y es que la opinión (con la prensa como caja de resonancia) se quede en el siempre atractivo nivel del insulto y se olvide del trasfondo de lo que se discute.
Chávez ha intentado exportar la fórmula y ha logrado ciertos resultados. Así, a los constantes señalamientos por su amistad con las FARC, él siempre prefiere venirse con una barahúnda de agravios, y entonces Álvaro Uribe es un narcotraficante con las manos manchadas de sangre, un paramilitar; los diarios gringos son emisarios de la guerra, y los gobernadores del Zulia y del Táchira, unos ‘pitiyanquis’, traidores a la patria. Nunca en 10 años ha habido una sola manifestación del Gobierno en el sentido de investigar la situación, esclarecer los hechos y determinar la verdad. Hasta hoy, la conquista de Chávez es mantener ese ominoso vínculo en el limbo de la duda eterna que le sirve para darse el abrazo final con Juan Manuel Santos, y no por eso agraviar a las FARC.
Esta dialéctica del insulto conduce de modo irremediable al segundo elemento constitutivo de la democracia venezolana en la última década. La estrategia de la guerra. Lo primero que se siente al arribar a Caracas es que el país está en guerra, una guerra larvada, en feliz gestación. No hablo de armas y tanques, sino de espíritus que se están cargando de odio, de necesidad de excluir, de convicción de que en algún momento será imposible convivir con el otro bando. Chávez ha logrado, micrófono en mano, convencer a Venezuela de que hay una guerra de ricos contra pobres. Es un extraño proyecto divisionista porque él mismo, quizá sin notarlo, ha terminado admitiendo que está gobernando solo para medio país. ¿Y el resto? Sin duda no hay ningún espacio para el resto.
Sobre esa táctica de ahondar la fractura social y al mismo tiempo invisibilizar al oponente está reinando Chávez y de allí proviene su gran fortaleza. Ahora bien, el fraccionamiento es tan intenso, tan alarmante, que inclusive familias enteras han terminado enemistadas por cuenta de la política, y gente común ha terminado casi linchada en las calles por disentir del régimen. Toda sociedad, hasta la más próspera, tiene marginados. El problema en Venezuela es que aparte del número enorme de los excluidos, entre ellos está la mayor parte de la inteligencia de la nación, la academia, la gran prensa, la sociedad organizada, un trozo muy grande del sector productivo. Para poder conseguir ese efecto dispersor, Chávez ha golpeado duramente a todos los anteriores con efectos muy perversos en el largo plazo. Según Teodoro Petkoff, en su libro “El chavismo como problema”, del país han salido en siete años más de 100 mil millones de dólares como capitales fugados. La persecución a los productores tradicionales ha llevado a que Venezuela importe hoy el 70% de los alimentos que consume y a que el 45% de su fuerza de trabajo sea informal. Además, que enormes extensiones del campo estén baldías y en manos del Estado.
Tal vez, el gran juicio histórico que se le haga a Chávez algún día, pondrá como su primer crimen esa destrucción sistemática de riqueza que protagonizó como parte de su estrategia divisionista y hegemónica.
El tercer elemento que salta a la luz con el episodio del CNE es la evidente desinstitucionalización venezolana en la última década. Para poder asegurar su proyecto de revolución y un par de décadas o más en el poder, Chávez erosionó totalmente las instituciones, hasta hacerlas del tamaño exacto de sus necesidades. Por ello, la reacción de la presidenta del CNE es más que obvia y va en contra de la solidaridad de cuerpo que se aprecia en la rama judicial y en los órganos de control de casi todos los países. Paciente y lentamente, el presidente ha ido capturando todos los poderes públicos, hasta convertir todo el andamiaje estatal en una fachada, una fachada que apenas sirve para llenar unos trámites. Fallos como el proferido por la Corte Constitucional colombiana cerrándole la puerta a una tercera elección de Álvaro Uribe serían impensables en la Venezuela de Chávez.
Por eso, cada vez tiene menos necesidad de disfrazar su convicción profunda de que “el Estado soy yo”, en el más claro absolutismo monárquico y a lo Luis XIV, y de que el presidente está por encima de las leyes, y que aquellos que lo controvierten son meros enemigos de un proyecto revolucionario. En la búsqueda de todo eso, el presidente Chávez ha logrado construir un culto a su personalidad que lo hace omnipresente en cada muro, en cada valla, en cada esquina y en la televisión donde reina casi todos los días. Solo cabe aplaudirlo, como ocurre efectivamente en cada acto gubernamental donde cualquier chiste mínimo suyo es recibido con los aspavientos de las genialidades.
La desaparición de las instituciones se hace evidente hasta en las formas y en el fin de los protocolos que rigen el diálogo institucional. Eso hace que el mandatario ordene como si todo el país fuera una hacienda; y los ministros y generales, los jornaleros. Así fue cuando hace dos años, ordenó el movimiento de “cinco, no, mejor diez batallones a la frontera con Colombia” y el general del Estado Mayor solo respondió con una bajada de la cabeza. Las decisiones, inclusive las que puedan comprometer una guerra internacional, no se toman en comités ni consejos, ni obedecen a estudios o reflexiones, sino al tono temperamental del hombre fuerte, todo en el efectismo de las salidas por televisión.
Todo lo anterior sugiere un coctel muy peligroso, peligrosísimo, en el que por cuenta de la exclusión de medio país, de una política del terror desde el Estado, de una destrucción sistemática de la riqueza, de un lenguaje que descalifica y desconoce al otro, y de una muerte progresiva de la institucionalidad, soplan muy malos vientos para Venezuela, inclusive sin Chávez, en la eventualidad de una Venezuela sin Chávez. Es que reconstruir física, social, cultural y anímicamente lo que deja esta aventura de casi doce años se va a llevar medio siglo.
Al subirme en el avión de regreso, cerré el libro de Ospina luego de leer el último capítulo y constatar con dolor que a Bolívar lo siguen traicionando en estas tierras, 200 años después.
(*) Periodista Y Escritor colombiano
El Comercio
VENEZUELA BAJO LA SOMBRA DE SU DICTADOR
La última traición a Bolívar
Por: Sergio Ocampo Madrid*
Domingo 26 de Setiembre del 2010
Volví a Caracas la semana pasada. Llevaba ocho años sin sentir esa ciudad, e iba con la expectativa enorme de cómo estaría tras casi doce años de un gobierno popular, de izquierda y con un ruidoso proyecto para refundar el país y redimir a los pobres, inspirado en Bolívar, por cierto. Quizá fue inconsciente; quizá no, pero llevé el libro de Bolívar de William Ospina. El texto está muy bien y Caracas muy regular. La ciudad hermosa y vibrante de hace una década se nota apaleada, empobrecida, vetusta en sus edificios públicos, asustada de salir de noche y cada vez más parecida a La Habana en la dejadez, pero sin la grandeza colonial y republicana de la capital de Cuba.
Me bastaron unas pocas horas y un episodio concreto para alcanzar una certeza de la que ya tenía muchos indicios en los últimos años: Hugo Chávez, con su llamada quinta república, está destruyendo sin dolor ni arrepentimiento todo lo que intentó construir Bolívar, con su primera república y su posterior sueño grancolombiano.
El jueves en la mañana me llamó la atención notar que casi hasta las 12 Telesur y Venevisión repitieron y volvieron a repetir las imágenes del presidente, trepado en un camión en alguna calle del Zulia en plena campaña para las elecciones parlamentarias del 26 de setiembre. Entonces, pensé que en Venezuela, en una de esas múltiples reformas que ha sufrido la Carta Magna, dejó de estar prohibido para el jefe del Estado hacer proselitismo. No era impensable, si se logró ponerle por decreto hace dos años un jefe inmediato al alcalde de Caracas, elegido popularmente, con lo cual quedó como un funcionario eunuco; o si se logró conseguir una fórmula precisa para ponderar de modo distinto los votos en los estados opositores, con lo cual un partido puede ganar en votos en el país pero quedar en minoría en el Congreso. En fin. La sorpresa vino horas más tarde con una declaración de uno de los magistrados del Consejo Nacional Electoral (CNE), Vicente Díaz, señalando a Chávez de estar violando la ley por su evidente parcialidad e intervención en política. Con la prueba de varios videos, demostró las numerosas declaraciones del presidente descalificando con insultos y acusaciones a la oposición, y su presencia en actos de candidatos oficialistas. A la media tarde se interrumpió la programación nacional y Chávez inició una de esas kilométricas intervenciones que dejan a los venezolanos sin televisión hasta por seis horas. “Ocupe su lugar que yo ocupo el mío”, le respondió a Díaz. “Yo soy un líder político y nadie puede quitarme el derecho [...] de que cuando termine un acto oficial me suba en un camión y haga una caravana”, dijo. Luego acusó al magistrado de falta de neutralidad y de ser un emisario de los ‘escuálidos’, apelativo con el cual descalifica a los miembros de la oposición. Finalmente, dejó en el aire que habrá acciones legales contra Díaz. Hubo aplausos generales de una concurrencia vestida de rojo.
Cayendo la noche, la presidenta del CNE, Tibisay Lucena, salió también en la TV para desautorizar a Díaz, y lo acusó de parcial y de estar asumiendo funciones que no le competen. El presidente estaba en su justo derecho de actuar lo actuado.
El episodio, inusual por la escasez de llamados de atención que recibe Chávez desde el propio Estado, desgranó en menos de diez horas muchos de los elementos que constituyen desde hace una década la ruinosa democracia venezolana.
El primero es el más prosaico y tal vez el menos grave. Se trata de la dialéctica del insulto y de la descalificación del otro, que se impuso como política de Estado. Uno de los pilares del juego democrático es el libre flujo de ideas y la garantía a todos de poder expresar y defender posiciones diversas. Mientras más fuerte es un Estado, más libre y abierto es ese derecho a deliberar y a disentir. De esa dinámica todos salen beneficiados, incluidos los bandos, que deben ir cualificando sus argumentos para derrotar inteligentemente al otro; el gran ganador, de todos modos, es el ciudadano, que adquiere mayor perspectiva y claridad sobre lo que ocurre y sobre los horizontes. En Venezuela, el concepto ciudadano, con toda la carga de derechos individuales que fueron armando las viejas democracias liberales, dejó de existir y el régimen desenterró del pasado el demagógico concepto de pueblo, con todo su lastre masificante y colectivista.
Zanjar cualquier debate por la raíz de descalificar y escarnecer al opositor es una estrategia eficiente en el juego político porque consigue un doble efecto y es que la opinión (con la prensa como caja de resonancia) se quede en el siempre atractivo nivel del insulto y se olvide del trasfondo de lo que se discute.
Chávez ha intentado exportar la fórmula y ha logrado ciertos resultados. Así, a los constantes señalamientos por su amistad con las FARC, él siempre prefiere venirse con una barahúnda de agravios, y entonces Álvaro Uribe es un narcotraficante con las manos manchadas de sangre, un paramilitar; los diarios gringos son emisarios de la guerra, y los gobernadores del Zulia y del Táchira, unos ‘pitiyanquis’, traidores a la patria. Nunca en 10 años ha habido una sola manifestación del Gobierno en el sentido de investigar la situación, esclarecer los hechos y determinar la verdad. Hasta hoy, la conquista de Chávez es mantener ese ominoso vínculo en el limbo de la duda eterna que le sirve para darse el abrazo final con Juan Manuel Santos, y no por eso agraviar a las FARC.
Esta dialéctica del insulto conduce de modo irremediable al segundo elemento constitutivo de la democracia venezolana en la última década. La estrategia de la guerra. Lo primero que se siente al arribar a Caracas es que el país está en guerra, una guerra larvada, en feliz gestación. No hablo de armas y tanques, sino de espíritus que se están cargando de odio, de necesidad de excluir, de convicción de que en algún momento será imposible convivir con el otro bando. Chávez ha logrado, micrófono en mano, convencer a Venezuela de que hay una guerra de ricos contra pobres. Es un extraño proyecto divisionista porque él mismo, quizá sin notarlo, ha terminado admitiendo que está gobernando solo para medio país. ¿Y el resto? Sin duda no hay ningún espacio para el resto.
Sobre esa táctica de ahondar la fractura social y al mismo tiempo invisibilizar al oponente está reinando Chávez y de allí proviene su gran fortaleza. Ahora bien, el fraccionamiento es tan intenso, tan alarmante, que inclusive familias enteras han terminado enemistadas por cuenta de la política, y gente común ha terminado casi linchada en las calles por disentir del régimen. Toda sociedad, hasta la más próspera, tiene marginados. El problema en Venezuela es que aparte del número enorme de los excluidos, entre ellos está la mayor parte de la inteligencia de la nación, la academia, la gran prensa, la sociedad organizada, un trozo muy grande del sector productivo. Para poder conseguir ese efecto dispersor, Chávez ha golpeado duramente a todos los anteriores con efectos muy perversos en el largo plazo. Según Teodoro Petkoff, en su libro “El chavismo como problema”, del país han salido en siete años más de 100 mil millones de dólares como capitales fugados. La persecución a los productores tradicionales ha llevado a que Venezuela importe hoy el 70% de los alimentos que consume y a que el 45% de su fuerza de trabajo sea informal. Además, que enormes extensiones del campo estén baldías y en manos del Estado.
Tal vez, el gran juicio histórico que se le haga a Chávez algún día, pondrá como su primer crimen esa destrucción sistemática de riqueza que protagonizó como parte de su estrategia divisionista y hegemónica.
El tercer elemento que salta a la luz con el episodio del CNE es la evidente desinstitucionalización venezolana en la última década. Para poder asegurar su proyecto de revolución y un par de décadas o más en el poder, Chávez erosionó totalmente las instituciones, hasta hacerlas del tamaño exacto de sus necesidades. Por ello, la reacción de la presidenta del CNE es más que obvia y va en contra de la solidaridad de cuerpo que se aprecia en la rama judicial y en los órganos de control de casi todos los países. Paciente y lentamente, el presidente ha ido capturando todos los poderes públicos, hasta convertir todo el andamiaje estatal en una fachada, una fachada que apenas sirve para llenar unos trámites. Fallos como el proferido por la Corte Constitucional colombiana cerrándole la puerta a una tercera elección de Álvaro Uribe serían impensables en la Venezuela de Chávez.
Por eso, cada vez tiene menos necesidad de disfrazar su convicción profunda de que “el Estado soy yo”, en el más claro absolutismo monárquico y a lo Luis XIV, y de que el presidente está por encima de las leyes, y que aquellos que lo controvierten son meros enemigos de un proyecto revolucionario. En la búsqueda de todo eso, el presidente Chávez ha logrado construir un culto a su personalidad que lo hace omnipresente en cada muro, en cada valla, en cada esquina y en la televisión donde reina casi todos los días. Solo cabe aplaudirlo, como ocurre efectivamente en cada acto gubernamental donde cualquier chiste mínimo suyo es recibido con los aspavientos de las genialidades.
La desaparición de las instituciones se hace evidente hasta en las formas y en el fin de los protocolos que rigen el diálogo institucional. Eso hace que el mandatario ordene como si todo el país fuera una hacienda; y los ministros y generales, los jornaleros. Así fue cuando hace dos años, ordenó el movimiento de “cinco, no, mejor diez batallones a la frontera con Colombia” y el general del Estado Mayor solo respondió con una bajada de la cabeza. Las decisiones, inclusive las que puedan comprometer una guerra internacional, no se toman en comités ni consejos, ni obedecen a estudios o reflexiones, sino al tono temperamental del hombre fuerte, todo en el efectismo de las salidas por televisión.
Todo lo anterior sugiere un coctel muy peligroso, peligrosísimo, en el que por cuenta de la exclusión de medio país, de una política del terror desde el Estado, de una destrucción sistemática de la riqueza, de un lenguaje que descalifica y desconoce al otro, y de una muerte progresiva de la institucionalidad, soplan muy malos vientos para Venezuela, inclusive sin Chávez, en la eventualidad de una Venezuela sin Chávez. Es que reconstruir física, social, cultural y anímicamente lo que deja esta aventura de casi doce años se va a llevar medio siglo.
Al subirme en el avión de regreso, cerré el libro de Ospina luego de leer el último capítulo y constatar con dolor que a Bolívar lo siguen traicionando en estas tierras, 200 años después.
(*) Periodista Y Escritor colombiano
No hay comentarios:
Publicar un comentario